El Señor quiso preparar el corazón de los justos del Antiguo Testamento con las condiciones necesarias para recibir al Mesías. Entre más estuvieran llenos de fe y confianza en las promesas recibidas, más llenos de esperanza por verlas realizadas y más ardieran de amor por el Redentor, más listos estaban para recibir la abundancia de gracias que el Salvador traería al mundo. A medida que pasaba el tiempo, Dios iba preparando con mayor intensidad a su pueblo, derramando gracias, hablando, despertando más el anhelo de ver al Salvador y levantando hombres y mujeres que prefiguraban a quienes estarían en relación directa con el Salvador en su venida.
¿Quién es la que ha esperado en perfección la venida del Salvador? La Virgen Santísima. Toda esta preparación de Dios a su pueblo alcanza su culmen en la Santísima Virgen María, la escogida para ser la Madre del Redentor. Ella fue preparada por el Señor de manera única y extraordinaria, haciéndola Inmaculada. Tanto le importa a Dios preparar nuestros corazones para recibir las manifestaciones de su presencia y todas las gracias que Él desea darnos, que vemos lo que hizo con la Santísima Virgen María. Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas, sin deseos desordenados, su corazón totalmente puro, espera, ansía y añora solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo que requiere ser la Madre del Salvador.
Si entre la fe en las promesas, la esperanza en verlas realizadas y el ardiente amor hacia el Salvador hacía a un corazón más capaz de recibir al Señor, imagínense la intensidad de la fe, la esperanza y la caridad que residían en el Corazón de María, que lo hizo capaz de concebir en su seno al Hijo de Dios.
El Adviento de la Virgen María está marcado por las tres grandes virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad.
LA FE DE LA VIRGEN MARÍA
La Fe es la virtud por la que creemos firmemente en las verdades que Dios ha revelado. “La fe es la garantía de los bienes que se esperan, la certeza de las realidades que no se ven” (Hebreos 11:1).
La fe es una virtud infusa, o sea, dada por Dios directamente en el alma. Pero hay que alimentarla y hacerla madurar a través de nuestros actos de obediencia y confianza. Creer nunca ha sido fácil, ya que siempre implica una renuncia a las medidas propias para aceptar la medida de Dios, que es infinitamente superior a las nuestras.
La Virgen Santísima tuvo una fe ejemplar. No ha existido criatura alguna que se pueda comparar a la fe de Nuestra Madre, ya que su vida requirió de su corazón una fe heroica capaz de poder responder en plenitud al misterio al cual se le llamó y en el cual siempre viviría.
Según el Evangelista San Lucas, la Virgen María se mueve exclusivamente en el ámbito de la fe.
La fe de María en la Anunciación
Desde el saludo: “Ave, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lucas 1:28), requiere fe, pues el ángel le presentaba toda una identidad de la que ella no estaba consciente. Es por eso que leemos que María se turbó ante aquellas palabras. La razón es porque el ángel la invita a darse cuenta de lo privilegiada que había sido por Dios y de lo sublime que era la elección de Dios hacia ella. Solo la fe le permite aceptarse por lo que el ángel le dice que es en el plan de Dios: la llena de gracia. La fe de María la lleva a aceptar con humildad el misterio de su propio ser, ya que ella es situada en un lugar singular para una criatura humana.
Fe para creer que su Hijo sería llamado hijo del Altísimo. El Dios hecho hombre, la Palabra encarnada.
La pregunta de María: “¿y cómo será esto pues no conozco varón?”, no es una duda o falta de fe, sino como muchos padres de la Iglesia concuerdan en decir, María aparentemente había hecho un voto de virginidad y aunque estaba desposada con José de hecho no intentaba romper su voto. Y es por eso la pregunta, pues ella debía oír de Dios cómo se daría esta concepción siendo ella virgen, ya que humanamente su maternidad era imposible. Pero es precisamente este camino de la imposibilidad el que Dios elige para demostrar que en realidad para Dios todo es posible.
La fe se convierte para María en la única medida para abrazar no solo su propio misterio, sino el de su mismo hijo: un puro don que Dios le ha dado no para su gozo o su exaltación, sino para el bien de todos.
Las palabras con que la Virgen María da su asentimiento: “Hágase en mí según Su Palabra», nos revelan la consciente aceptación de su función ante el desafío de una realidad y de un conjunto de acontecimientos que están más allá de la medida de la inteligencia y de los pensamientos humanos. Y esta respuesta solo la pudo dar un corazón lleno de fe.
“He aquí la esclava del Señor”. Esta es una profunda confesión de humildad y obediencia, pero sobre todo de confianza total en la palabra de Dios que, precisamente porque no encontrar el más mínimo obstáculo o una sombra de vacilación en el corazón de María, se convertirá de manera absoluta en palabra creadora (“La Palabra se hizo carne”). Ella creía tanto en la Palabra de Dios, que se hizo carne en su seno virginal. “Si tuvieran fe como grano de mostaza”, nos dijo el Señor (Mateo 17:20), “dirían a las montañas muévete y se moverían”. Qué clase de fe la de María Santísima que alcanzó ese inexplicable milagro: una concepción virginal….
San Agustín: “Ella concibió primero en su corazón (por la fe) y después en su vientre”.
María escucha plenamente, acoge y medita dentro de su corazón para dar fruto. Esta palabra, que requiere fe, disponibilidad, humildad, prontitud, es aceptada tal como se deben acoger las cosas de Dios. En María debemos reconocer las palabras de Jesús: “Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lucas 11:27-28) Por lo tanto, la maternidad de María no es solo ni principalmente un proceso biológico. Es ante todo el fruto de la adhesión amorosa y atenta a la palabra de Dios.
Cuando María dijo: «Hágase en mí según Su Palabra», dio su consentimiento no solo a recibir al Niño, sino un sí a todo lo que conllevaba el ser la Madre del Salvador. Este consentimiento de María pone de relieve la calidad excepcional de su acto de fe. Fe es, ante todo, conversión, o sea, entrar en el horizonte de Dios, en la mente de Dios, en los pensamientos de Dios y de sus obras.
En el cántico del Magníficat, Isabel dice a la Virgen María: “Bienaventurada por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor” (Lucas 2:45), e inmediatamente después María responde a ese reconocimiento de su fe con el cántico del Magníficat, que considero es un canto de fe profunda, que fluye de un corazón auténticamente humilde. Pues la fe solo nace en un corazón humilde y sencillo.
“Miró con bondad la humillación de su sierva”. Solo reconociéndose nada es que puede apreciar y a la vez necesitar fe para creer en las maravillas que Dios había hecho y haría con ella.
“En adelante me felicitarán todas las generaciones”. Fe de que la vida plena en Dios da frutos abundantes.
“El poderoso ha hecho grandes cosas en mí”. Fe de que Dios interviene en la vida de sus hijos.
“Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que le temen”. Y empieza a describir lo que por fe sabe que Dios hará con su pueblo.