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Concepcionistas Franciscanas de Burgos

Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, vino del cielo un ruido como el de una violenta ráfaga de viento y llenó toda la casa donde estaban reunidos.

Hechos 2:1-2

     Originalmente se denominaba “fiesta de las semanas” y tenía lugar siete semanas después de la fiesta de los primeros frutos (Lv 23 15-21; Dt 169). Siete semanas son cincuenta días; de ahí el nombre de Pentecostés (= cincuenta) que recibió más tarde. Según Ex 34 22 se celebraba al término de la cosecha de la cebada y antes de comenzar la del trigo; era una fiesta movible pues dependía de cuándo llegaba cada año la cosecha a su sazón, pero tendría lugar casi siempre durante el mes judío de Siván, equivalente a nuestro Mayo/Junio. En su origen tenía un sentido fundamental de acción de gracias por la cosecha recogida, pero pronto se le añadió un sentido histórico: se celebraba en esta fiesta el hecho de la alianza y el don de la ley.

En el marco de esta fiesta judía, el libro de los Hechos coloca la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles (Hch 2 1.4). A partir de este acontecimiento, Pentecostés se convierte también en fiesta cristiana de primera categoría (Hch 20 16; 1 Cor 168).

«Dios es Amor» (Jn 4,8-16) y el Amor que es el primer don, contiene todos los demás. Este amor «Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado». (Rom 5,5).

Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La Comunión con el Espíritu Santo, «La gracia del Señor Jesucristo, y la caridad de Dios, y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos vosotros.» 2 Co 13,13; es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado. Por el Espíritu Santo nosotros podemos decir que «Jesús es el Señor «, es decir para entrar en contacto con Cristo es necesario haber sido atraído por el Espíritu Santo.

Sin el Espíritu no es posible ver al Hijo de Dios, y, sin el Hijo, nadie puede acercarse al Padre, porque el conocimiento del Padre es el Hijo, y el conocimiento del Hijo de Dios se logra por el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo con su gracia es el «primero» que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva. Él es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Sin embargo, es el «último» en la revelación de las personas de la Santísima Trinidad.

El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del Designio de nuestra salvación y hasta su consumación. Sólo en los «últimos tiempos», inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo, es cuando el Espíritu se revela y se nos da, y se le reconoce y acoge como Persona.

     El Paráclito, que literalmente significa «aquel que es invocado», es por tanto el abogado, el mediador, el defensor, el consolador. Jesús nos presenta al Espíritu Santo diciendo: «El Padre os dará otro Paráclito» (Jn 14,16). El abogado defensor es aquel que, poniéndose de parte de los que son culpables debido a sus pecados, los defiende del castigo merecido, nos salva del peligro de perder la vida y la salvación eterna. Esto es lo que ha realizado Cristo, y el Espíritu Santo es llamado «otro paráclito» porque continúa haciendo operante la redención con la que Cristo nos ha librado del pecado y de la muerte eterna.

 

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